Joe Biden cumplía ayer dos meses en la Casa Blanca, con buena parte de su energía dedicada a asuntos internos: en especial, la gestión de la pandemia de Covid-19 y su campaña de vacunación y la crisis en la frontera Sur, que amenaza con colocar a la inmigración como el asunto de mayor voltaje político de su presidencia.
La política exterior había quedado en un segundo plano hasta esta semana, pero en pocos días, la Administración Biden ha echado gasolina a las dos relaciones diplomáticas conflictivas y que marcarán el concierto global durante años: China y Rusia.
Toda la atención estaba puesta en la celebración de la primera cumbre EE.UU.-China el jueves y viernes en Anchorage (Alaska).
En ella participaban delegaciones de alto nivel de las dos grandes potencias globales, comandadas por Antony Blinken, secretario de Estado de EE.UU., y Yang Jiechi, jefe de la diplomacia china.
El encuentro arrancó en una bronca pública, con las cámaras de los medios como testigo. Los saludos iniciales -normalmente una formalidad que incluye agradecimientos, corrección y planteamientos generales sobre los objetivos de la cumbre- se convirtió en un cruce de acusaciones.